Estos días es noticia que muchos alumnos, para mediados de mayo, han terminado todos los exámenes y se aburren. Qué loable preocupación es esta de que nuestro niños se aburran, pobres, dicho con toda ironía. Claro que el asunto no es una fruslería, y lo peor no está en que se aburran.
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En Navarra, como en algunas otras comunidades, se tomó hace un par de años la decisión de acabar con los exámenes de septiembre. Si un alumno no ha estudiado durante el curso y suspende los últimos exámenes de junio, o pasará de curso con asignaturas pendientes o repetirá, pero ya no puede estudiar en verano. Porque a ver quién es el guapo que se pone a estudiar en verano sabiendo que en septiembre no hay exámenes.
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Septiembre ha sido toda una institución en la enseñanza. Respondía a esa vieja máxima de que el que la hace la paga, fundamental para crear personas responsables y conscientes de la fuerza de su voluntad. Siempre ha habido alumnos que, en verano, viendo mermadas sus horas de piscina, ayudados tal vez por un profesor particular, se han dado cuenta de que lo único que tenían que hacer era estudiar; lo han hecho, han aprendido y han empezado el nuevo curso con mejor preparación y una lección moral aprendida. Tan sencillo y tan efectivo como eso.
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Y como las cosas más verdaderas suelen ser las más sencillas, esta ideología progresista del buen rollete se las carga con frívola sencillez. El atribulado poblado de la educación, desde la infausta LOGSE, es frecuentemente asaltado por algún iluminado de esos que ponen los pupitres formando corroncho y convencen a todo el mundo de que es mejor que hagamos otra cosa, porque total qué más da, qué exagerados somos, no pasa nada, no seas rígido. Es el espíritu de Rousseau en el Emilio: la educación tradicional era un pestiño hasta que llegamos nosotros, los amigos del estructuralismo y de Piaget, que se cayó de un guindo describiendo cuatro escalones entre el conocimiento del bebé y el pensamiento científico, cuatro contando el bebé y el profesor Bacterio. Que en el verano los chavales descansen: quién se puede oponer al sol y a la alegría de la juventud.
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Los alumnos en este sistema estudian lo que yo les diga. Para empezar, el primer trimestre empieza con fiestas en pueblos de buena parte de la Ribera; luego vienen, si no hubo fiestas, los puentes: puente en el Pilar, en Todos los Santos, y un puente foral absurdo que inutiliza las dos escasas semanas que quedan hasta Navidad. Los días previos a Navidad olvídense, que hay que preparar el festival. Luego si no hay semana blanca, la hay verde, carnaval y otro puente por si acaso. Dejemos de lado el día que nieva y el centro se cierra; el día en que se paran las clases porque hay teatro, charlas de afectividad sexual o tráfico; las salidas que programa cada departamento y las bajas por depresión del profesorado.
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Con ese calendario, en que apenas hay tres semanas seguidas sin baches, la rutina, tan sagrada para el verdadero aprendizaje, se descalabra a cada paso. Si el lector estudió la E.G.B. seguramente se acordará de estos versos de Antonio Machado:
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Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
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Machado seguramente quiso evocar la rigidez de las aulas de su infancia pero hoy cobran un valor incalculable y añorado: ya no hay tardes pardas, frías ni monótonas: no da tiempo.
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Añadamos a esta amalgama de ritmos a lo Shostakovich la cuestión de los exámenes en sí. Si el alumno ha ido aprobando, llega a mayo y termina el curso sin un solo examen final. Alguno dirá que no está mal recompensar el trabajo bien hecho. Pero les voy a contar la letra pequeña. Ahora, los profesores estamos obligados a hacer recuperación de la primera evaluación nada más terminar ésta; lo mismo, de la segunda; y en la tercera evaluación, ya puestos, uno se examina sólo de aquellas evaluaciones que suspendió. Aquí todo es dar muchas oportunidades, que es lo mismo que invitar a que la peña lo deje todo para el esfuerzo final, coincidiendo casi con la apertura de la peña estival.
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Y hagamos medición de dónde ponemos los cincos, los llamados “aprobadetes”. ¡Y hablamos de los currículos falsificados de los políticos? Eso del alumno que ha sacado un cuatro con algo y “le he ayudado un poco que si no…” está a la orden del día. Así que te puedes encontrar con que un alumno sacó un cinco en la primera y un cinco en la segunda, que en realidad eran sendos cuatros; y en la tercera bajó, porque murió su perro, y sacó un dos. Le hacemos un examen de suficiencia y saca un tres, pero claro, no le vas a dejar la asignatura para el año que viene. Así que 4+4+3, todo dividido entre 3, da 5. De sobra para selectividad, donde ya oficialmente se le rinde tributo al 4, que es esa la nota de aprobado.
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Con esta alegría, no me extraña que los alumnos de segundo de bachillerato se dediquen a preparar la orla antes de acabar el curso, mezclando los exámenes finales con esa fiesta de gala en que celebran lo que todavía no se sabe bien en qué parará, porque ahí lo único que se ha aprobado es el moño y el vestido que me voy a poner para el fiestón. Así es que cuando su cabecita debería estar centrada en los exámenes finales, están que si hay que ensayar la canción o la coreografía, a ritmo de guasaps. Mis alumnos, que son más sinceros que los adultos, me dan la explicación de por qué se celebra la orla antes de terminar el curso: dile tú a tus padres que vas a celebrar la orla sin tener el curso aprobado y verás en qué se queda la orla. Pero me estoy yendo del tema.
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A nuestros niños no les podemos poner sí o sí exámenes finales de la materia, criaturas, eso no lo hace nadie; no sea que los fortalezcamos demasiado y nos salgan hechos unos brutos y piensen demasiado. Claro que lo que no les contamos es que la vida está llena de exámenes finales. Momentos para los que hay que hacer un esfuerzo de comprensión global; momentos en los que uno debe darlo todo, con esa sensación de que la situación te supera pero no debes decaer, debes trabajar duro y debes fiarte de ti mismo. Estamos haciendo una sociedad de blandiblups, qué coño. La memoria sólo se fortalece así, con grandes retos. Es un viejo camino de éxito que no falla. Esto no es ya sólo una cuestión de conocimientos, sino de resistencia, de sentido de la responsabilidad, de madurez.
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Es todo un despropósito continuo, pero da igual porque da igual: miren, no tengo hoy ganas ya siquiera de ir a las raíces de por qué en España la educación ha caído tan bajo. Las hay, seguro, y es algo que tiene que ver con la manera relativista de pensar para casi todo lo que no nos toca nuestro bolsillo. Eso sí, como buen profesor, tengo por delante el verano entero para reflexionar con la conciencia tranquila de que ninguno de mis alumnos se va a quedar sin piscina por mi culpa.
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Javier Horno.