La voluntad de Azorín

 

 

La voluntad de “Azorín”

 

El articulista está en su mesa escribiendo este artículo y duda cómo comenzarlo. No es la primera vez que escribe un artículo, ni mucho menos; empero, todavía le asaltan las dudas y no sabe hasta qué punto debe dejarse llevar por el capricho de la imaginación o de la imitación o, simplemente, de su vacuidad. Y ahora mismo teme que su prosa se quiera asemejar a la de la novela que aquí recomienda. ¿Qué tiene don José Martínez Ruiz que acaba embelesándonos?.

La novela con que iniciamos las recomendaciones del nuevo año me lleva a variadas reflexiones que vengo hilando en la relectura de la que fue una lectura de verano. Son ideas atrapadas un tanto vagamente, como a “llamas que temblotean”. Comencemos con algo consabido: que no todos los libros se dejan releer; insistamos en que el mayor aprendizaje se hace en la relectura. Me siento incapaz de contar todas las palabras que he subrayado en esta impoluta y correcta edición de Biblioteca Nueva: vocablos raros, poco usados o ignorados en la lengua coloquial. Ombrajoso, almazara, cofines, alambrera, solado, testero, espetera, capuchinas, rabera, alizar, resalto, cenceño, espato, difluye… Sólo he apuntado aquí esas palabras poco usadas de las diez primeras páginas; calculo que habré subrayado unas trescientas en una novela de poco más de doscientas páginas. Azorín tiene una riqueza léxica más que llamativa; y, lo mejor, es ajeno a la presunción. Es curioso, porque aunque es literato hasta rozar a veces lo cursi, el resultado final está lleno de sinceridad, de llaneza.
Cuando en la universidad hice mis primeras lecturas de los clásicos del teatro barroco español, recuerdo que me sorprendía a mí mismo recitando octosílabos a cada paso, muchas veces sin siquiera darles un contenido exacto, sólo con sílabas indefinidas pero al rutilante ritmo de las quintillas. Somos propensos a la imitación. La pedagogía moderna ha olvidado este viejo principio. Sólo por imitar esa cadencia generosa, tranquila, sin complejos que es la prosa de Azorín, valdría la pena devolverlo a las aulas. Con Azorín se aprende a escribir con corrección: no es poco.
A José Martínez Ruiz se le ha clasificado muchas veces como el escritor de la frase sencilla. Párrafos como este lo ubican como el humilde y buen artesano de la descripción:
La iglesia es sencilla. Está solada de ladrillos rojizos; tiene las paredes desnudas. En los altares, sobre la espaciosa pincelada del mantel blanco, saltan las anchas notas plateadas, verdes, rojas, amarillas, de los ramos enhiestos. Los santos abren los brazos en deliquios inexpresivos; una Virgen, metida en su manto de embudo, mira con ojos asombrados.
Este es uno de los encantos de Azorín. Son descripciones que uno puede imaginar y que invitan a acompasar nuestros impulsos perentorios a su delicadeza rítmica, a su pausada observación. Pero su valor va más allá; hoy diría que es profético, visionario, es diagnóstico intelectual y tratamiento a la vez. Profético hoy, que en la vida política la voluntad se ha paralizado en un estanque de cálculos desleídos de valor. Apenas hay líderes que crean en la belleza: se cree en los “me gustas”.
Azorín escribe sobre la voluntad. Su novela roza el límite con la burla: apenas hay argumento, las descripciones rebosan en cada página, las reflexiones -profundas reflexiones- acarician la frivolidad de la apatía. Y, sin embargo, es una obra de arte. El joven protagonista “Azorín”, su trasunto literario, tiene la enfermedad de su época y de la nuestra: el efecto sedante de la estética, mezclada con el bienestar. El romanticismo ha acabado poniéndonos a la vera del camino.

Efectivamente, Azorín ha leído demasiado y lo ha pensado todo: ha intuido las grandes crisis de fé que afluyeron en el siglo XIX. Con toda su cultura a cuestas, tiene una sensación de fracaso. Eso sí, además de que su elegancia es proverbial, se le entiende todo: lo mismo explica qué es el anarquismo que da una lección magistral de pedagogía o habla de la demagogia en torno al concepto de la libertad. Es Azorín un tipo que no se sabe cómo imaginar, porque roza lo cursi, aparenta lo fútil, amenaza lo plomizo y tiene raros gestos de humor, un humor que parece hecho sin querer pero queriendo, que se adelanta a Jardiel Poncela. Azorín entra en la habitación, echa una ojeada a la biblioteca, no coge ningún libro, se asoma a la ventana indeciso, sale impaciente, vuelve a entrar; oímos el tráfago de la calle, un sabueso reumático nos mira, los ojos del caballero con la mano en el pecho nos miran desde una litografía. El mundo nos mira. Qué adentro del alma nos mira.
Qué tío debió de ser este José Antonio Ruiz, que todo el mundo conoce y que ahora casi nadie lee. Prosista y poeta, lánguido y vivaz a la vez, original y prosaico, escribe una novela sobre la apatía en un gesto magistral de voluntad: la Voluntad de acercarnos al misterio de la belleza. Pero no es frivolidad: “Creo que mi ironía es una estupidez.” Pocos escritores llegan a decir algo así de sí mismos con sensación de verdad. Azorín navega en el alma mucho más allá de lo que parece evocar una primera lectura rápida y superficial de sus primeras páginas.

Esta es una novela para lectores con una cierta docilidad.

En La Voluntad, la estética se llena de ética.

Todo depende de nuestra voluntad.

 

 

 

 

 

 

 

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