Los resultados de las elecciones catalanas nos sitúan una vez más ante alguna de las paradojas del actual sistema electoral, no sólo por lo que tiene que ver con Cataluña, pero también por lo que tiene que ver con Cataluña. De este modo, tenemos que por un lado hay una mayoría social y electoral y por otro lado una mayoría de diputados que no las refleja. Hay argumentos para defender un sistema que no sea perfectamente proporcional, pero conviene saber que el precio es la posibilidad de que haya, como ahora, un divorcio entre quien tiene mayoría de votos y quien tiene mayoría de diputados. Tal vez sería bueno que no existiera ese divorcio.
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Por otro lado una de las consecuencias cuestionables de nuestro sistema electoral es que al presidente no se le elige directamente, sino que se le elige indirectamente puesto que lo eligen los diputados que han sido elegidos, que a su vez como veíamos no reflejan necesariamente la mayoría de votos. Por culpa de esto tenemos al menos dos consecuencias indeseables de las cuales tenemos recientemente abundantes ejemplos. La primera que a menudo la presidencia la alcanza alguien por alianzas y acuerdos que no se deciden en las urnas, sino en los despachos. Es frecuente que los partidos no se presenten a las elecciones aclarando cuáles serán sus alianzas post-electorales y tampoco es aventurado pensar que muchos votantes, a veces, hubieran cambiado su voto de saber a quién iba a favorecer el partido por el que votaron. La segunda consecuencia indeseable es que otras veces se produce un bloqueo, es imposible formar gobierno y hay que repetir las elecciones, como sucedió con el famoso “no es no” y las elecciones de 2015 y 2016.
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Todo lo anterior podría resolverse mediante un sistema de segunda vuelta como el francés, de modo que los dos candidatos más votados tuvieran que disputarse la presidencia en una segunda vuelta mediante la elección directa de los ciudadanos y no según las componendas de los partidos. Con los resultados de ayer, los catalanes tendrían que decidir entre Arrimadas y Puigdemont. Si tomáramos los resultados del Navarrómetro, en Navarra podríamos tener una elección entre Esparza y Araiz, por no mencionar que en Navarra también tenemos una mayoría parlamentaria que no refleja la mayoría electoral. Y si nos refiriéramos a lo que podría suceder en España, el dilema sería entre Rajoy y Sánchez. Como mínimo, incluso a los que no les votaron, al menos esto da a los ciudadanos la posibilidad de decidir quién es el segundo menos malo entre los dos principales candidatos, obviamente una vez que han quedado descartados los demás por falta de votos. La pregunta es si resulta mejor que ese poder de decisión lo tengan directamente los electores o lo tengan como ahora los partidos, con la ventaja añadida de que uno sabe a ciencia cierta a quién está votando para la presidencia cuando deposita su voto en la urna.
3 respuestas
Buen artículo.
Además que un sistema a doble vuelta para elegir la presidencia permitiría también que hubiera elecciones separadas para el ejecutivo y para el cuerpo legislativo (lo que es condición necesaria para que exista separación de poderes).
Quite, quite, eso es dar demasiado poder a la ciudadanía, es demasiado democrático y sólo apto para países atrasados como Francia y demás. Menudo peligro
En efecto, la Ley Electoral forma parte del problema porque con ella se quiso atender los planteamientos nacionalistas, dispuestos a no «jugar» en el tablero constitucional si no se rebajaba el umbral representativo del 5 al 3%. Con ello se aseguraron gobiernos vitalicios en sus autonomías y nos crearon un problema insoluble. Porque, ¿hay algún partido político dispuesto a la «generosidad» de hacerse el harakiri como lo hicieron los franquistas para permitir una auténtica democracia en España? Que yo sepa, no, y el PP ha estado en Babia teniendo mayoría absoluta. EN BABIA, señores.