Fiestas de sarriguren. Ofensiva burla a los sentimientos religiosos. ¿Cambio o revanchismo?

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El pasado fin de semana tuvieron lugar las fiestas de Sarriguren, en el valle de Egüés. Las fiestas son un momento de encuentro ciudadano, donde produce alegría ver a niños y niñas, a personas adultas y mayores, de distintas procedencias y orígenes, disfrutando de la compañía de familiares y amigos, en paz, respeto y armonía. Sin embargo, en la noche del sábado 10 de junio, luego de la fiesta del toro, durante el espectáculo pirotécnico algo “extraño” opacó la fiesta. Apareció una imagen de una mujer deformada, con seis bolas similares a pechos en el torso, sin brazos y frente a una cruz, que ponía un cartel, similar al que las cruces cristianas tienen con la referencia INRI, pero que en este caso decía “Bruja” (ver foto). En medio del estupor y la tristeza de muchos de los que asistieron al espectáculo, se procedió a quemar esa imagen. También hubo, durante la fiesta de los gigantes, la exposición de dos figuras con los torsos descubiertos, una varón y otra mujer, con cabezas de pájaros, coronados (ver foto). Huelga decir que tanto la imagen –símil de la Virgen María o de alguna religiosa–, como la de los gigantes –en principio pertenecientes a una comparsa de Catalunya invitada al evento– no tienen ningún arraigo histórico ni cultural en la región, como el mismo Ayuntamiento reconoció, se trataba de un espectáculo “novedoso”.

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Un análisis superficial permite intuir que se trata de una mera provocación, que gozó de la venia de Alcaldía y del Área de Cultura. Sin embargo, no se debe perder de vista que el Ayuntamiento forma parte del aparato gubernamental de la comunidad, por lo que tienen la potestad sobre el potencial ejercicio coactivo del poder ciudadano. Es decir, una cosa es que un grupo de ciudadanos, en aras de la libertad de expresión, de la expresión artística o de lo que quisieran, expusieran estas imágenes en público. Pero otra muy distinta es que estas imágenes se expongan en el marco de una iniciativa gestionada por el Ayuntamiento. Este segundo caso es realmente grave y potencialmente atentatorio de la libertad religiosa. En efecto, si una persona profesa una creencia religiosa en la cual la cruz ocupa un sitio especial –no se debe olvidar que trata de un símbolo no simplemente católico, sino que tiene un valor religioso para un amplísimo grupo de personas que se enmarcan en las distintas confesiones religiosas “cristianas”, tales como los adventistas, protestantes, ortodoxos, evangelistas, etc.– ¿cómo se sentiría ante el hecho de que los gobernantes de su Ayuntamiento dan cabida en sus espectáculos a imágenes que pueden atentar contra el hecho religioso?

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Siendo más concretos, ¿puede caminar sin miedos una persona portando una cruz o exhibiendo una cruz por la ciudad donde sabe que sus gobernantes autorizan y hacen un guiño cómplice a espectáculos que ridiculizan ese símbolo? No se trata de un tema baladí y va más allá de las intenciones de los agentes gubernamentales –se da por descontado que no se pretendía ofender–, sino que toca los principios más básicos del derecho fundamental a la libertad religiosa. En efecto, la aconfesionalidad del Estado o la laicidad son la otra cara de la moneda de la libertad religiosa. Tolerar la burla, aunque esta pueda ser potencial o “no deseada” por el agente gubernamental, no es óbice para que esta burla, ejercida en un evento organizado bajo el paraguas gubernamental, suponga claudicar en el principio irrenunciable de la aconfesionalidad y, por tanto, constituir una afrenta a la libertad religiosa. Finalmente, causa cierto temor, de cara al deber de velar por el interés general, que los agentes gubernamentales no hayan sido capaces de ver todo esto con antelación. Dice muy poco del deber por preservar la aconfesionalidad y la libertad religiosa que hayan tenido que pedir disculpas a posteriori, y que no hayan previsto el impacto del espectáculo que organizaron. Este “desliz” parece poner de manifiesto que muchos de los agentes gubernamentales “del gobierno del cambio” no terminan de entender la diferencia entre lo que se dice y lo que se hace mientras se está en la oposición o cuando se actúa a título privado, y lo que se debe hacer desde las instituciones. Comprender esta diferencia es fundamental para evitar que su pretendido cambio no constituya la enésima forma de revanchismo, ejercido desde el poder gubernamental. Pensar la vida política como una disputa entre “ellos” y “nosotros” es algo que se puede hacer desde la oposición o desde la sociedad civil, pero cuando se forma parte de las instituciones se está obligado a superar esa categoría y velar por el bienestar general, paz social y el bien común.

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Por otra parte, todo esto debe servir de advertencia para seguir empoderando a la sociedad civil, que debe ser la primera defensora de sus propios derechos y libertades. Una sociedad civil pasiva –incluyo aquí a la Iglesia, como institución no gubernamental–, que delega en los actores gubernamentales más próximos a sus ideas políticas la defensa de sus intereses debilita profundamente la resiliencia del tejido social y le deja inerme ante el avance tecnocrático-gubernamental –tendencia común en todo el abanico ideológico-partidista actual–, característico de las democracias europeas contemporáneas.

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Aquí se pueden leer algunas de las cartas enviadas por los ciudadanos al alcalde y la respuesta conjunta de Alcaldía y del Área de Cutlura.

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