El ser humano necesita a veces hacer el mal. Esto le permite comprobar su libertad y, gracias a ello, tomar conciencia de su humanidad, tan indisociable a ella. El hombre, en efecto, es hombre porque es libre, porque puede elegir actuar como una bestia o como un ángel. Si el mal no existiera, no sólo tampoco existiría la libertad, sino que nos resultaría tan incomprensible como el propio bien moral.
La psicología criminal ha constatado a menudo el sentimiento de euforia que la práctica del mal provoca en el ánimo del delincuente. Una euforia pasajera, pero intensa y que no contradice el arrepentimiento inmediatamente posterior e incluso simultáneo. Cualquiera que trate con niños sabe asimismo que éstos a veces desobedecen y se portan mal solo por la alegría que les produce afirmase frente a los padres. El mal causa placer, el gusto de saberse libre y sentirse soberano sobre el propio destino.
Naturalmente, el mal no puede nunca ser la norma, ni en un niño bien educado, ni en una sociedad sana. Ha de ser sólo la excepción. Muchas culturas tradicionales prevén por ello transgresiones rituales, rupturas ordenadas de las normas que permiten la práctica del mal de manera, por así decirlo, inocua. Hay en ellas fiestas que tienen como propósito que individuos, grupos o incluso la sociedad en su conjunto, hagan periódicamente el mal durante un lapso prefijado de tiempo, que desobedezcan públicamente y liberen así su necesidad de hacer el mal. Ejemplos de ello son la fiesta de la Sacaea babilónica, las Saturnales romanas, los Carnavales o el Purim judío. Se trata siempre, insisto, de rupturas ritualizadas, cautelosas, con fecha de caducidad, en las que se es consciente del enorme peligro que implicaría que el mal se expandiera de forma ilimitada. De ahí que habitualmente incluyan “contramedidas”, como conjuros, peregrinaciones, sacrificios, oraciones, etc.
Como el lector habrá adivinado, nuestros Sanfermines son una de esas formas de practicar el mal de manera condicionada. En Sanfermines se come, se bebe, se baila, se gasta, se ensucia y se alborota más de lo debido. Pero también (y ello es determinante para que la fiesta no derive en una mera juerga sin ningún tipo de función catártica) se asiste a sacrificios taurinos, se ofrece ritualmente la vida en los encierros, se piden bendiciones, se asiste a misas y procesiones. Estos actos impiden que el caos, el mal, se enseñoree completamente de Pamplona y que el retorno al orden sea posible el 15 de julio.
Vivimos, sin embargo, en una época en la que las medidas del bien y del mal, del orden y del desorden, se están viendo radicalmente cuestionadas. Los comportamientos que hasta hace poco eran considerados impropios, son ahora declarados lícitos y dignos de alabanza. Los antiguos modelos morales son objeto de hirientes burlas. Para la vanguardia intelectual progre dominante, el mundo tradicional es culpable de todos los males. El heteropatriarcado capitalista conservador nos obligaba a ser lo que no queríamos, nos impedía ser libres, holgazanear y acostarnos con nuestras madres (porque, en efecto, en el fondo, toda la monserga LGTBI con la que nos acosan sólo es una aspiración inconsciente a tomarse la revancha de complejos de Edipo no resueltos).
A causa de ello, la fiesta ya no puede consistir en transgredir las normas de nuestros padres y abuelos. La sed de mal ya no se satisface cantando jotas de madrugada o bebiendo y comiendo de más. Tales actos ya no son rupturas de nada y, por lo tanto, realizarlos ya no proporciona esa sensación vertiginosa de libertad. Ni siquiera bastaría con el consumo de drogas, porque estas se han convertido también en parte de la rutina de cada fin de semana. Quien quiere hoy saborear verdaderamente el mal durante la fiesta debe ir mucho más allá. Solo le resta practicar la violencia y, especialmente, la violencia sexual, unos de los pocos fragmentos de la vieja escala de valores que los tiempos del poliamor y el “todo vale” han mantenido vigentes. Son los últimos tabús que quedan por romper para sentirse vivo y soberano. De ahí que, en una fiesta sin el contrapeso simbólico de las procesiones, misas, etc., los repugnantes casos de violencia que se han producido este año no solo volverán a repetirse sino que aumentarán en número e intensidad, al igual que las peleas y las agresiones injustificadas.
Si estos Sanfermines, enfermos de progresismo y huérfanos de tradición se consolidan, se deslizaran ante nuestros ojos por la pendiente de la Naranja mecánica y su ultraviolencia. Morirán matando y violando. Y sus responsables serán todos aquellos (y aquellas) que han jugado a aprendices de brujo con todas las pesas y medidas.