Hay un tipo de navarro que se pasea por los bares, por los senderos balizados de nuestros montes y por los centros comerciales con el aire triste y preocupado de quien ha perdido algo. Si se le deja hablar de su infancia no deja de contar, invariable, la historia de cómo un día cierto cura le propinó un bofetón. Y da a entender que bien por culpa de aquel maltrato, o bien por alguna discrepancia grave con el Magisterio en asuntos de moral sexual, ya no se siente con ganas de oír más misas. Bastantes recibió de monaguillo, o en el colegio de curas, o hasta en el seminario de Pamplona. Cuando se habla de teología en su presencia es como si lo supiera todo, aunque no son mas que las homilías de los funerales lo único que oye desde hace veinte años. Nuestro navarro es un hombre sensible, culto y refinado. Que ama los aperos artesanos pero que acalla las raíces más religiosas de sus abuelos que resuenan en las texturas más rústicas. Que desconfía del progreso inhumano al tiempo que no sabría vivir sin la mentalidad individualista del ciudadano moderno.