El discurso político imperante en los pasados años ha abundado en esta realidad; desde el gobernante que dice "estamos aquí para satisfacer las necesidades de la sociedad navarra", hasta todos los grupos de la oposición, que cada semana compiten en ver quien tiene la ocurrencia más "social" inventando dispendios siempre a costa del erario público. Cuando estuve ejerciendo de Consejero, un compañero del gobierno lo decía de manera gráfica: "cada vez que se reúne el Parlamento, le endosan 5.000 millones de pesetas al erario público". Así es como en Navarra pagamos planes de pensiones a los agricultores, complementos a las viudas, tenemos los ratios más favorables de alumnos por aula, hemos hecho de la vivienda pública el estándar del sector constructivo, montamos una universidad en Tudela y a los ayuntamientos les financiamos sueldos, fiestas y obras. Nos hemos embarcado a la vez en la construcción de un canal, varias autovías (alguna la estamos pagando a plazos) y ahora queremos además actuar como entidad financiera del AVE, a pesar de que es competencia estatal. Por añadidura, y seguramente lo que es más dañino, las iniciativas económicas se crean mirando hacia la administración, mientras que la conciencia fiscal –esa manera de entender que el contribuyente debe ser el centro permanente de las consideraciones de los poderes públicos- se desvanece ante la preeminencia de lo que diariamente emana de Diputación y sus departamentos. Incluso hemos invertido miles de millones en una empresa del Ibex 35, un arriesgado juego financiero cuya única explicación es la jactancia de algunos.
Lo decía Galbraith, sí, pero los navarros lo experimentamos día a día. Me atrevería a decir que los navarros hemos cambiado nuestra psicología colectiva en los últimos años, fruto de una comodidad social que a la larga es irresponsable con nuestro propio futuro.
Uno de los componentes de la crisis política entre UPN y el PP tiene que ver con esto que he intentado explicar en los párrafos anteriores. La consecuencia de tantos años sintiéndonos distintos y más afortunados que el resto de los españoles ha devenido en la incapacidad de mirar algo más allá de nuestra realidad más cercana. En el plano político, hay quien cree que se puede participar en las cuestiones nacionales como si se tratara de entretenerse con un videojuego, manejando el mando desde un sillón a salvo de los efectos reales de las decisiones o los retos acuciantes. En el plano social, es cierto que cala muy rápidamente el discurso emocional de "Navarra, Navarra", "no somos el PP" y "no nos entienden en Madrid". Esto último, por cierto, es algo que se empieza a escuchar de manera tópica en ciertos dirigentes de UPN, al igual que llevamos años escuchándoselo al nacionalismo vasco o catalán.
Estos días ha acabado por hacerse patente la tentación napartarra, una suerte de nacionalismo navarro basado en poner por delante de todo nuestras particularidades y diferencias. Para quienes se escandalicen del término nacionalismo navarro, les cambio el concepto por otro: es el particularismo navarro el que se está haciendo razón imperante en todo este lío. Particularismo es justificarlo todo en argumentaciones como "las especiales circunstancias de Navarra" (en el plano político – institucional) o en que "no somos un partido nacional, nacimos para evitar las dinámicas de los partidos nacionales" (en el plano político – partidario) o "la gobernabilidad de Navarra lo exige" (en el plano político – social). Cualquiera que sea la razón para el particularismo, se palpa cada día más. Pero es el mayor error que podemos cometer. Pan para hoy, hambre para mañana.
Porque la realidad, tozudamente, es otra muy distinta a la que pueda sentirse sólo a través de las vísceras o las percepciones emotivas. Estamos en los preámbulos –todavía, sólo en los preámbulos- de la primera crisis económica de carácter global en la historia de la humanidad. Queda bastante poco margen para que ninguna sociedad se declare autárquica y autista respecto de su entorno. Es un contrasentido encerrarse en el particularismo cuando lo que tenemos que hacer es abrirnos lo más posible a las realidades de nuestro exterior, que querámoslo o no son condicionantes de nuestro propio desarrollo. Hay que saber buscar fuera de nosotros alianzas, ideas y estrategias. Suena ridículo decir a nuestras empresas que se lancen a los mercados exteriores, y mientras los rectores políticos se encastillan en su huerta. Suena más ridículo todavía desentenderse de la política misma, como manera de proponer alternativas a los ciudadanos, mostrando la capacidad ideológica propia y retando a las inteligencias ajenas.
Al hilo de los presupuestos del Estado, es verdad que en Navarra no se ponderan en su justa importancia. Pero citaré tres datos que parece que han pasado desapercibido por quienes los han considerado aceptables, mirando sólo la cantidad de cemento que son capaces de trasegar dentro de la muga. Uno es el déficit que prevén, de 17.000 millones de euros, aunque todo el mundo sabe que finalmente será una cifra superior. De ellos, al menos 300 se nos endosan financieramente a los navarros. Es un pasivo que acabaremos pagando de una u otra manera. Y parece que a nadie le importa. El segundo dato es referido a la Seguridad Social, de la que dependen las pensiones presentes y futuras de todos los navarros. Este próximo año será imposible aumentar el fondo de reserva, la hucha de las pensiones, por el ingente gasto que nos espera en prestaciones por desempleo. Y, en tercer lugar, los presupuestos del Estado han renunciado a la austeridad y van a dar soporte a la mayor estructura administrativa y burocrática de la historia de España, que también pagaremos indefectiblemente los navarros, en la parte que nos corresponda. Eso sí, aquí todavía menudea la idea de que serán buenos o malos en la medida en que paguen cuatro obras recurrentes, de las que ya estamos aburridos de hablar.
Caer en la tentación napatarra es lo peor que nos podría ocurrir en este momento. Porque además, no nos defiende del nacionalismo vasco, sino al contrario. Deteriora la idea de España y nos impide ejercer con aplomo e inteligencia nuestra capacidad de proyectarnos por encima de nuestras propias orejeras. Arruinar nuestro prestigio y reputación como gente de palabra, que sabe cumplir aquello a lo que se compromete, es un efecto negativo de toda esta crisis política. Para colmo, lo hacemos invocando hechos diferenciales de muy difícil justificación. Con nuestro particularismo por delante, hasta la derrota final.