Un capitán rebelde.
No cabe dudar del carácter indómito del capitán Ureta, diversos sucesos a lo largo de su vida, incluso muy posteriores a la guerra, así lo atestiguan. Al frente de su compañía, conocida por el origen de sus hombres como “los Cuarenta de Artajona”, no sólo toma posición en una altura cercana sino que, observando la aparente falta de oposición enemiga, comienza a avanzar hasta entrar en la ciudad. Lo hace por propia iniciativa y sin órdenes específicas. Se dice que el mando nacional no tuvo claro en un principio si castigarlo por desobediencia o condecorarlo por su audacia.
Los gudaris no aparecen por ninguna parte.
Una parte importante de la población, temiendo los bombardeos, había abandonado la ciudad. Las calles, sin embargo, al paso de los requetés se van llenando de donostiarras que celebran la caída de la autoridad republicana. No se produjeron combates ni los requetés de Ureta encontraron oposición alguna. El único herido, al parecer, se habría producido por contusión al entrar en tropel los requetés en la Diputación, pero no al tropezar con ningún gudari sino con una inoportuna puerta giratoria que vino a frenar el ímpetu navarro. 40 navarros de Artajona habían tomado ellos solitos el control de San Sebastián sin pegar un solo tiro. Es la primera capital de provincia tomada por los nacionales en la Guerra.
El Pacto de Santoña.
Desde el primer momento, la actitud del PNV hacia el alzamiento siempre resultó confusa, especialmente en Alava y Navarra. De hecho, Mola no ordenó la disolución de los organismos nacionalistas hasta un mes después del Alzamiento. El PNV recelaba del espíritu revolucionario de las fuerzas republicanas. La defensa de Guipúzcoa había recaído esencialmente en las milicias izquierdistas, algunas de ellas venidas incluso de fuera del País vasco, como los voluntarios asturianos de Sama que defendieron Irún y Hernani.
La falta de espíritu combativo del nacionalismo vasco ya había deparado episodios llamativos. Milicias del PNV recibieron la orden de liberar a los presos nacionales y asegurar a los alzados la entrega intacta del corazón industrial de Bilbao. Esta actitud alcanzó su máxima expresión meses después en el Pacto de Santoña. Los nacionalistas negociaron su rendición con los fascistas italianos de Mussolini, a espaldas del gobierno republicano. Fue el único tanto que pudieron apuntarse remotamente los italianos, en un conflicto en el que su imagen como fuerza militar no salió precisamente bien parada. Fue también el pago nacionalista a todos los republicanos de izquierda no nacionalistas, vascos, cántabros y asturianos que habían sostenido sacrificadamente la defensa de Guipúzcoa y Vizcaya.