Demasiados excesos

Parece ser que la cosa no es de hoy. Historiadores antiguos hicieron notar que España cayó bajo la dominación romana porque el espíritu de división y la tendencia al fraccionamiento que imperaba entre los pobladores de la península ibérica facilitaron enormemente la conquista. División y fraccionamiento que, según dijo Gracián en El Criticón, vive entre los españoles alimentándose de “la estimación propia, el desprecio ajeno, el querer mandarlo todo y servir a nadie, el lucir, el campear, el alabarse, el hablar mucho, alto y hueco…”. Semejantes lacras han subsistido a lo largo del tiempo y llegado hasta nosotros enquistadas en ese ambiente viciado que se cuece en los partidos políticos y campa a sus anchas por cualquier parte con una irresponsabilidad inexplicable.

No suele repararse que en una población de cuarenta y cinco millones, como es la española, el número de afiliados a partidos políticos no llegue a sumar más del tres o cuatro por ciento del total. La mayoría de esa gente se afilió en la flor de la juventud, bien con ilusión o bien con vistas a asegurar lo que puede proporcionar el carné de la cofradía elegida. El tiempo ha demostrado ser más cierto lo segundo que lo primero, pues abundan quienes están dispuestos a seguir sin rechistar al jefe que manda en el partido (esté o no equivocado, ya que la desobediencia se castiga con el ostracismo), aceptar las declaraciones dogmáticas que se imponen con mano de hierro y así prosperar en ellas. Naturalmente, eso ha retraído a una gran masa de ciudadanos probos y competentes, alejándoles de intervenir en la política por encontrarse hoy completamente en manos de sujetos sin mayor formación ni experiencia y entregados al medro personal, bastando para ello con ser medianamente espabilados y renunciar a tener voluntad propia.

Ante este panorama los excesos es lógico que estén a la orden día. Excesos en el debate político y más excesos aún en el comportamiento. Todo lo que diga el de enfrente es inadmisible porque en el partido ya se ha dictaminado que carece de autoridad moral para decir o hacer lo que dice o hace. De esta manera el de enfrente, sea del partido que sea, siempre está equivocado, sólo comete errores, va a llevar a la nación a la ruina y hay que andar espabilado para, en la votación, pulsar el botón que a mano alzada, cerrando el puño o levantando el dedo índice, señala el jefe de grupo. No es extraño que se caiga en excesos y excesivo es que los debates sean siempre rectilíneos, partidistas e inflexibles, den de lado las propias convicciones personales y dejen traslucir una abominable falta de armonía entre estas y la conciencia de cada uno.

Excesivo es que los medios de comunicación dediquen largos, cansinos y reiterativos espacios a la política, y excesivo es que impere la política de partido (no de Estado) envuelta en infumables personalismos y abruptas individualidades. Fabulosamente excesivo es también que cuestiones tan vitales para el ciudadano y la prosperidad nacional, como son la educación, la asistencia sanitaria, la seguridad o la protección social, se enfoquen y consideren desde ásperos postulados ideológicos animados por grupos y grupitos especialistas en creer que somos todos unos míseros analfabetos o comulgamos con ruedas de molino. Y excesivo asimismo es que en arte, en literatura, en casi todas las manifestaciones de cualquier actividad, prime el criterio partidista ―que aboca irremediablemente a la injusticia y la parcialidad― dominando con la misma demasía de que hacen gala, por poner un ejemplo, los seguidores ultras de cualquier equipo de fútbol.

Puede que todo eso ocurra porque la diversidad de opiniones es un hecho natural, pero jamás debería confundirse con la diversidad de pensamiento. Ésta, lejos de ser natural, suele ser artificial y tal artificialidad se alimenta de los innumerables excesos con que se nubla el verdadero valor de las cosas y de la vida. Se ha llegado a un punto tal que, o se acaba con los excesos (para ello habrá que darle vuelta al irracional partidismo político que ha primado hasta ahora), o los excesos acabarán por destrozarlo todo. No está en sus cabales quien todavía ande preguntándose de donde han salido esas voces que ―con disimulada mendacidad― agitan al personal con cantos de sirena a las ventajas y necesidad de la lucha, la oferta de acabar con la corrupción, la promesa de proporcionar el oro y el moro a quien lo requiera o necesite, y silenciando formas de hacer política que sólo prosperan en un clima que tarde o temprano termina siempre por ser irrespirable y mortal.

Son demasiados los excesos, pero más terrible es la inopia en que parece estar sumergida una buena parte del pueblo español.

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CLAVES EN OPINIÓN

Un comentario

  1. Inopia, e idiocia. En su algarada mitinera mientras el Debate de la Nación, el neolíder de la coleta, en una misma frase afirmaba lo uno y lo contrario, y no pasa nada. Sus partidarios lo aceptan todo, y apenas hay periodistas de fuste que hagan preguntas y repreguntas.
    Si la deuda es mala, ¿cómo al aumentarla va a ser buena? No lo explican. Y los borreguitos al matadero no las necesitan…

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