En los últimos años el terrorismo islámico viene dejando un reguero de atentados cuya valoración, por lo que nos afecta, ha demostrado la enorme torpeza con que en España ven y juzgan nuestros políticos lo que está ocurriendo y, lo que es peor, puede llegar a perturbarnos gravemente. Sean de un partido u otro, de esta o aquella ideología, con indeterminadas o concretas miras, no se aprecian mayores diferencias en el convencido discurso de que la gran mayoría de los musulmanes sólo quieren vivir en paz. Son los fanáticos los que dominan el Islam, los que matan, los que masacran a cristianos y grupos tribales en África, los que se van extendiendo y anegándolo todo en una ola islámica que amenaza con transformarse en catastrófico tsunami.
Entre los musulmanes es lógico pueda haber una mayoría pacífica, “mayoría silenciosa”, que muy posiblemente anda intimidada. Pero también es cierto que en la Rusia comunista, donde hubo más de 50 millones de asesinatos, había también una mayoría de gente que quería vivir en paz. La mayoría de los chinos también era pacífica, pero los comunistas del señor Mao se llevaron por delante a más de 70 millones de personas. Los japoneses tampoco eran mayoritariamente belicistas, pero en su camino hacia el sur de Asia Oriental asesinaron sistemáticamente a 12 millones de personas. La mayoría de los ruandeses también amaban la paz, pero Ruanda se transformó en una inmensa carnicería. Salta a la vista que, siendo verdad puede haber musulmanes amantes de la paz, son absolutamente irrelevantes por su silencio ante lo que los fanáticos de su religión han puesto en marcha sin mayores contemplaciones.
Islam, en su acepción literal, quiere decir “entregarse” y referido al contexto religioso significa “sometimiento a la voluntad o la ley de Dios”. El sometimiento resulta claramente explícito en la exclusiva y bien conocida profesión de fe (o shahada) que afirma “No hay más dios que Alá y Mahoma es su Profeta”. A partir de aquí se entiende que la materialización del Islam se diera necesariamente en el seno de una sociedad supeditada a una concepción radicalmente teocrática que conduce a estar “sometido a Dios”. El corolario es que cuajó la idea de que el pueblo musulmán está llamado a lograr “el gobierno de Dios en la Tierra” y tal idea fue definitiva para que del islamismo emanasen todas las obligaciones sociales. De aquí que, contra el cristiano que dice serlo pero que no practica (sin que eso suponga un quebranto en su condición de ciudadano), cumplir con las prácticas religiosas es para el musulmán una cuestión de orden no sólo espiritual sino también social. En resumen, la conjunción ―tanto a nivel individual como social― de estar el pueblo musulmán llamado a implantar el gobierno de Dios en la Tierra, puso en bandeja se plasmara con firmeza y fuerte impulso el objetivo islámico por excelencia: “reformar la Tierra”. La consecución de tal objetivo es deber ineludible de todo musulmán e implica la total justificación del uso de la violencia, que se traduce para los más exaltados en llevar a cabo la yihad (“guerra santa”) como medio de asentar en el mundo el gobierno de Dios.
De esto algo sabemos en España. Tras arder la guerra por toda Arabia en el año 624, la finalidad perseguida cuando los sarracenos irrumpieron en España y las huestes árabes entraron por Tarifa (año 711) nada tuvo que ver con ansias de expansión territorial e incluso nada tuvo que ver en principio con ánimos beligerantes orientados a convertir por la fuerza a los pueblos de la península al Islam. La finalidad era otra bien distinta y de mucho más calado: hacerse con el poder político existente al otro lado del estrecho de Gibraltar para, sirviéndose de las instituciones públicas ya operantes en las diferentes comunidades (primero en la península, después en todo el continente europeo), aplicar desde ellas y por medio de ellas los principios islámicos a rajatabla. Los musulmanes cruzaron el estrecho buscando hacerse con el poder político ya establecido para, a través de él, “reformar la Tierra” y de esa manera hacer efectivo que “Dios (Alá) gobernara en ella”. Por eso, conviene no perder de vista que no fueron motivos políticos lo que motivó la conquista, sino un fundamento estrictamente religioso ―y también de carácter social― que puede resumirse así: las naciones, como los individuos, están corrompidas por el poder, el orgullo y la riqueza, por lo que no hay más remedio que emprender “la guerra santa” para reformarlas, infundir en ellas el bien y zanjar el mal. Esto quedó firmemente corroborado y expuesto con total claridad por medio del imponente grito “¡Islam o muerte!” con el que en 1195 rubricaron los almohades su triunfo en la batalla de Alarcos.
Han pasado casi diez siglos y el Islam sigue siendo el mismo. El mal llamado “Estado Islámico” son los nuevos almohades y están otra vez en marcha. Ponen bombas, decapitan, asesinan, celosamente difunden la lapidación y la horca para las víctimas de violación y los homosexuales, enseñan a sus jóvenes a matar y convertirse en terroristas suicidas. Reclaman al-Andalus (¡ojo!, al-Andalus se extiende desde Tarifa hasta los Pirineos, desde Lisboa hasta Valencia) y aquí se sigue hablando estúpidamente de alianzas civilizadoras, multiculturalismos y expectativas de adaptación a las costumbres occidentales, enzarzándose nuestros dirigentes en el “¡y tú más!” o en vergonzantes e interesados partidismos. Como aperitivo, ahí está la que se ha liado con la catedral de Córdoba, la nueva macro mezquita de Barcelona y las veleidades de quienes, andando como los cangrejos, hablan de progreso.
El terrorismo islámico es un asunto grave, muy grave, máxime si tenemos en cuenta que este año 2015 se presenta repletito de elecciones ―locales, autonómicas, generales― y eso es lo que va a ocupar la vida de nuestros políticos, dejando así más campo libre a quienes se expanden mesiánica y criminalmente. Por lo que afecta a cristianos como a musulmanes de buena voluntad, bueno sería que todos convergiéramos en una misma reflexión. La que hizo Gandhi y dice: “La más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena”.
Un comentario
Ahora Don Opas sería de izquierdas. Progre hasta las cachas. Todavía sonreían mientras el alfanje caía sobre sus cuellos.