La versión políticamente correcta de la llamada primavera árabe nos cuenta que en varios países la gente ha salido a la calle para derrocar al dictador. Y nos dicen que eso está muy bien. Aunque también nos aseguran que dejar morir al dictador de puro viejo es una forma inteligente y ejemplar de llevar a cabo una transición a la democracia. Lo que no nos cuentan con claridad es quién está asumiendo el poder después de los dictadores laicos. Al final se va sabiendo que en el rio revuelto están ganando los tentáculos del islamismo radical que, como todo el mundo sabe, no es un movimiento religioso sino una especie de nuevo nazismo moruno.
Desde la butaca preferente que ocupamos como europeos españoles navarros ese espectáculo parece igualmente lejano e interesante. Como una película de acción. Y puede que esa malformación cinematográfica nos haga minusvalorar los riesgos del momento, mucho más cercanos de lo que parece. Dicen que estamos a años luz del Magreb. Que sería imposible que sucedieran esas cosas a este lado del estrecho, cosas como las que sucedieron hace un año durante unos días en Londres o que ocurren con una frecuencia creciente en Francia. Pero acá tenemos cinco millones de parados, cientos de miles de jóvenes desocupados y desmoralizados, una cultura en retroceso, unas familias que aguantan medio ahogadas porque son economía sumergida, y sociedad sumergida, y cultura sumergida. No, aquí no tenemos cientos de miles de fanáticos peligrosos pero si los suficientes como para armar una gorda. Son gente que se creyó aquello de la «sociedad del bienestar» ¿se acuerdan cuando los políticos manoseaban esa palabrita? Y ahora que fallan el bienestar y el mucho tener ¿qué hacemos? El bienser y el bienpensar fueron desechados como antiguallas pero ahora nos vendrían pero que muy bien.