Aunque su término tuvo asentamientos romanos, en la actual ubicación son al menos 1.100 velas a soplar. Para hacerse una idea en medidas bíblicas es el tiempo transcurrido entre Adán y Noé nada menos. Y aunque todavía no se ha encontrado la partida de bautismo, formó parte de las atalayas del reino de Pamplona.
Eran tiempos recios en los que el joven reino tuvo que construir una serie de torres defensivas o castillos frente al poderoso emirato de Córdoba. Gallipienzo es uno de ellos. Fue frontera en una frágil cristiandad jibarizada por el imperialismo islámico al sur y los famosos vikingos al norte. Y al igual que Minas Tirith (Señor de los anillos para los menos frikis) era la torre construida por Finrod Felagund para vigilar los pasos norteños del río Sirion, Gallipienzo pudo surgir hacia el 900 como una atalaya sobre otro río, en este caso el Aragón, donde la frontera podría estar tan cerca como el término limítrofe de Carcastillo, a escasos 27 kilómetros.
Dicen las crónicas que allá por el 924, el famoso caudillo Adh-al-Rahman inició una aceifa de castigo por sus recientes derrotas, y tras entrar por Peralta y saquear Tafalla, llegó a la zona de Carcastillo el 15 de julio desde donde proyectó «penetrar en pleno país cristiano». Y el 17 asaltó y saqueó nuestro particular Minas Tirith. Se dice que no hubo otro momento tan trágico hasta que siglos más tarde, Zacarra, el famoso cabrero local, arrasó con sus cornudas huestes todas las viñas, dando lugar a el mayor cepacidio de la historia moderna, y lo que es peor, dejando tristes y sedientas muchas gargantas en una época en que la villa rondaba las mil almas.
Pero a pesar de aquellas primeras derrotas de frontera floreció un hogar en un gran mirador, protegido por el castillo mientras cumplió su función y bajo el amparo de su primera parroquia, San Salvador, advocación que resume todo el kerigma cristiano.
Hay una curiosa anécdota del famoso místico capuchino Ignacio Larrañaga (Azpeitia 1928- Méjico 2013). Cuenta en su libro La Rosa y el Fuego (1997) como recibió una suerte de bautismo en el espíritu en la única noche que pasó en Gallipienzo en junio de 1957. Lo describe como «un relámpago en la noche» y lo define como «el capítulo más enigmático de mi historia personal»:
«Llegó la noche en Gallipienzo. Me acosté. No podía dormir: no se disipaban las nubes oscuras de mi alma. Me levanté, me asomé a la ventana para tomar aire y contemplar las estrellas. No recuerdo bien si estaba todavía dando vueltas a mis disgustos o si intenté orar, el hecho es que repentinamente algo me sucedió. Y aquí llegamos al momento fatal de tener que explicar lo inexplicable. (…) ¿Que fue? un deslumbramiento que abarcó el universo sin límites de mi alma. Vastos océanos plenos de vida y movimiento. Una inundación de ternura. Una marea irresistible de afecto que arrastra, cautiva, zarandea, y remodela como lo hacen las corrientes sonoras con las piedras del río. ¿qué fue? Quizás una sola palabra podría sintetizar «aquello»: AMOR. El AMOR que asalta, invade, inunda, envuelve, compenetra, embriaga y enloquece. El hijo (prefiero hablar en tercera persona) quedó arrebatado como si diez mil brazos lo envolvieran, lo abrazaran, lo apretaran; como si un súbito maremoto envolviera las playas: como si una crecida de aguas inundara los campos. La noche y el mundo se sumergieron, las estrellas desaparecieron. Todo quedó paralizado. Locura de amor. Silencio. (…) ¿Cuánto duró el «relámpago» de aquella noche? Mil veces lo he pensado, pero no lo sé. Pudo ser un segundo, cinco segundos (calculo que no más), pero los infinitos matices que esa fulgurante vivencia contenía quedaron grabados en mi alma (…)»
En el siglo XXI se ha convertido en uno de los escenarios más solicitados por películas (son varias las que se han rodado en sus calles) y el mejor rincón para los amantes de la fotografía. Pero no es sólo eso. En el siglo del estrés, y la pérdida de proporción entre la persona y su entorno, no hace falta viajar al Tíbet a encontrarse con uno mismo y disfrutar de la paz y la concordia. Gallipienzo es un enclave que nació bajo el signo de la guerra y que sin embargo ha sabido envejecer como un lugar de paz y encuentro sin perder la belleza en su mirada, lleno de arrugas bellas que dan los años, en su amplio mirador de balconada.
Este año, la generación 1100 se ha unido para ponerse de gala y soplar velas con amplios eventos culturales, honrando a su historia y mirando a su futuro, unidos en una concordia fraternal envidiable, sólo comparable con los finales felices de la pequeña aldea gala de Astérix.
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