De constituciones vigentes y fallidas

Hace solo unos días, la extrema izquierda, apoyada en los blanditos de siempre, se ha pegado un serio batacazo en Chile en su pretensión de cambiar la vigente Constitución de ese país por un engendro progresista-indigenista (valga el oxímoron), que más parece una antología de ciencia-ficción en versión humorística. Los periodistas españoles explicaban la operación denunciando que la vigente norma constitucional chilena viene de la época de Pinochet -qué horror-, mientras que el delirante texto ahora rechazado estaba ampliamente apoyado por todo el progrerío mundial. Para ellos, ese argumento es decisivo; no hace falta razonarlo más.

Con la caradura que caracteriza a la izquierda hispanoamericana, no me extrañaría que volvieran muy pronto a la carga, pero al menos podremos presumir por algún tiempo de que ahora acaban de recibir un serio frenazo en su pretensión de hundir a Chile.

En el fondo, envidiamos a esta nación hermana, porque al menos allí los enemigos de la convivencia se han presentado a cara descubierta y se les ha podido parar en sus pretensiones de ponerlo todo patas arriba. Aquí en España, por el contrario, la izquierda no ha tenido la honradez de pretender tumbar la Constitución de 1978 abiertamente, sino que lo ha ido haciendo por la puerta de atrás, torticeramente, por la vía de los hechos. Con la inestimable inoperancia de ese Partido que viene a actuar como recambio de los dislates socialistas, sin variar nunca de rumbo.

Si se observa el panorama del estado actual de la Constitución de 1978 uno no puede más que diagnosticar que esta se encuentra en situación de ruina próxima al siniestro total. Por supuesto, no queremos nosotros canonizar un texto que fue de transacción y compromiso y, por tanto, no es que fuera perfecto. Pero la verdad es que esta Ley Fundamental supuso un punto de encuentro que a muchos nos pareció absolutamente crucial en la historia de España. Basta observar con un mínimo de perspectiva histórica nuestra tortuosa convivencia en los dos últimos siglos a fin de comprender la oportunidad de oro que se perdió, en aquella coyuntura, para institucionalizar de una vez una convivencia civilizada y próspera entre españoles.

Los desajustes entre lo que prescribe la Constitución y la realidad se acumulan, y no es difícil detectarlos. Y no nos referimos solo a puntos secundarios o a preceptos técnicos más o menos accidentales. No son solo defectos formales o de expresión, sino cuestiones sustanciales muy perjudiciales para el bien común. Por ejemplo, a fecha de 2022, la Lengua española, consagrada como oficial del Estado en su art. 3, sufre en España una sañuda persecución, con ataque directo a los derechos lingüísticos de millones de ciudadanos. Las leyes de género han hecho trizas el trascendental art. 14, que consagra la igualdad ante la ley de todos los españoles. Las leyes de Memoria Histórica suponen un recorte intolerable a la libertad ideológica y de cátedra (art. 16 y 20).

Puede parecer anecdótico que el uso de la bandera de España en edificios públicos (art. 4.2) sea sistemáticamente incumplido en prácticamente todo el territorio nacional; pero resulta más grave el hecho de que no exista separación de poderes en España, especialmente del Poder Judicial, sometido a los enjuagues más groseros de los partidos mayoritarios. Es más, existen decenas de partidos políticos, que se presentan a las elecciones, que ni tienen funcionamiento democrático ni actúan con respeto a la

Constitución, como marca el art. 6. Es más, son formaciones que proclaman abiertamente que su objetivo es cargarse esta misma Constitución; y obran en consecuencia.

En España, hay comunidades autónomas privilegiadas (en contra de lo que dice el art. 138), y otras que viven en permanente golpe de Estado. La Corona sufre ataques diarios, a pesar de las prerrogativas de que la inviste el Título II. No se protege a la familia (art. 39), ni existe una política económica orientada al pleno empleo (art. 40), porque nuestro mercado de trabajo está diseñado para impedirlo, con gran satisfacción de los sindicatos subvencionados y aumento de las bolsas de subsidiados. No se protege el derecho a la vida (art. 15) ni de los nonatos, ni de los ancianos: es más, determinada banda armada formadas por sádicos asesinos en serie, que presumen de sus crímenes, tienen actualmente un influjo directo y decisivo sobre el actual Poder Ejecutivo. ¿Su mérito? Haberse jubilado de su siniestro oficio.

Se coarta la libertad de enseñanza arrebatándoles a los padres su derecho natural (art. 27), y se restringe de forma drástica el derecho a la propiedad privada y a la herencia (art. 33) por medio de okupaciones incentivadas e impuestos confiscatorios. Los poderes públicos o, al menos, gran parte de ellos, que deberían estar sujetos a la Constitución y a las leyes (art. 9), no se sienten vinculados ni por las normas jurídicas ni por las sentencias judiciales, indultándose entre ellos con todo descaro cuando lo estiman oportuno.

La supuesta protección de las personas con facultades “disminuidas” (art. 49) consiste en que dicha minusvalía sirve como “razón” suficiente para acabar con ellas en los casos de aborto y eutanasia. Desgraciadamente, para otros muchos, el problema consiste en que esa palabra, “disminuido”, es considerada ofensiva y pretenden usar otro eufemismo.

Podríamos seguir, pero los problemas estructurales de este marco jurídico se ejemplifican a la perfección si leemos con detenimiento lo que dice el art. 2 de la Constitución, la piedra angular sobre la que se cimenta el ruinoso edificio. Es cierto que se pone una vela a Dios y otra al diablo, aunque el énfasis está más en la primera parte del enunciado que en el segundo, como se puede comprobar: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran”.

Vemos cuál es el núcleo y quintaesencia de la Constitución: el fundamento que supone la “indisoluble unidad” es más rotundo y meridiano que el derecho de ciertos colectivos a la autonomía. Pero, al mismo tiempo, comprobamos por la vía de los hechos cuáles son las prioridades de la coalición de Gobierno que rige los destinos de nuestra nación. Con esos mimbres uno se explica por qué a dicho Gobierno no le interesa reivindicar ni la soberanía territorial, ni la alimentaria, ni la energética, ni siquiera la integridad de nuestras fronteras. Es decir, que lo de la soberanía tiene mucho que ver con las cosas del comer.

Entendemos que, a pesar de este panorama, todavía estamos a tiempo de impedir el derribo total. Es necesario poner pie en pared antes de que se nos caiga el techo encima. Y eso no es extremismo, en todo caso afán de supervivencia.

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