Este sábado pasado, Día de San Antonio de Padua, fue noticia que el PSOE presentó una proposición no de ley en el Congreso de los Diputados que contempla, entre otras cosas, la «eliminación gradual del pago en efectivo, con el horizonte de su desaparición definitiva».
En otras palabras, esto viene a suponer un progresivo proceso de prohibición de la circulación del dinero en metálico, que nada tiene que ver con las fases de digitalización de la sociedad. Tampoco con algo que algunos han querido utilizar como pretexto a la luz de los últimos acontecimientos.
Hay quienes han advertido de que las monedas y billetes facilitan la transmisión de patógenos víricos como el mismísimo coronavirus codificado como COVID-19, aunque alguna institución de banca central lo haya «desmentido» y algún político haya reconocido esta falsedad.
Pero, aún así, hay quienes siguen adelante con la intención, aunque hayan acabando reconociendo una serie de intenciones más verdaderas (fáciles de asimilar por parte de quienes son conscientes de los riesgos, peligros y amenazas que entraña el intervencionismo estatal). ¿Por qué?
Sorpresas las justas, en tanto que la propiedad no está a salvo
Puede que el contexto resultante de la actual agitación propagandística facilite la ingenuidad social (ante ese miedo inoculado y exagerado ante un fruto de la acción humana que no deja de ser resultado de una malintencionada acción humana).
Pero los objetivos son claros; de hecho, el momento no es casual. Sabido ha de ser que el contexto de la crisis pandémica poliaspectual va a suponer el avance de la Revolución, y en consecuencia, de la intervención del Estado sobre la sociedad.
En cuestiones más monetarias, veremos, por un lado, el refuerzo del papel de la banca central (ente que ejercita un monopolio de divisa, aparte de estar sometida a criterios de arbitrio político y tender, por lo general, a la expansión artificial del crédito), pero, por otro, el «momento oportuno» contra el dinero físico.
Aprovechando que no pocos mantienen el miedo ante los contagios (de hecho, nos están sometiendo a unas exigencias técnicamente inviables en cuanto a la llamada «distancia social» y el uso de mascarillas en todo momento que uno pase en la vía pública), intentarán dar este paso.
Ahora bien, esto es peligroso, dado que sin propiedad no hay libertad. Luego, la propiedad no se basa solamente en los bienes que uno adquiere para sí, sino también consiste en la cantidad de esas unidades que uno tenga ahorradas para poder efectuar esos intercambios de mercado.
Un control mucho más férreo de las transacciones económicas y de las cantidades ahorradas
En el caso de nuestro país, el mismo PSOE ha reconocido que uno de los motivos de promoción viene a responder al «cuento» del llamado «fraude fiscal». De hecho, ahí está una de las principales obsesiones para el férreo control de los usos que las personas hacen con su propio dinero.
Al burócrata de turno, junto a sus correspondientes agentes subordinados, se le hace complicado controlar íntegramente la cantidad de dinero en metálico que puede fluir entre las carteras y monederos de dos personas o entidades en concreto.
Por poner una serie de ejemplos, una persona puede demandar un servicio de limpieza del domicilio a una persona de confianza, haciéndose el correspondiente pago cara a cara, tan solo ofreciendo uno o dos billetes por lo general, sin necesidad de facturar e ir al banco.
También es habitual que personas que bien están desempleadas o desempeñando otras ocupaciones en el mercado laboral opten por no declarar lo que ganan en «arreglos de chapuzas» que pueden hacer, en su tiempo libre, a amigos, vecinos y familiares.
Hablan de «economía sumergida» y de «dinero en negro», pero esos no son nada más que eufemismos que sirven para legitimar el expolio fiscal al que el Estado te somete (de hecho, no deja de ser cierto que, de una u otra forma, como diría Hans-Hermann Hoppe, estamos adoctrinados en el estatismo).
Así pues, con esta progresiva retirada de unidades dinerarias físicas en circulación se busca evitar que haya considerables proporciones que se escapen de las garras del fisco (con lo que conlleva para una sociedad cada vez más estrangulada, económicamente hablando). Y tratan de que sea fácil.
La tecnología no tiene la culpa
Es cierto que los distintos y sucesivos desarrollos electrónicos van facilitando, de una u otra forma, la digitalización del dinero (de hecho, reconózcase que, en cuanto a gusto personal, hay quienes preferimos recurrir en la menor medida de lo posible al papel, pero para nada en pro del Estado).
Las tarjetas de crédito, el e-payment y la banca online facilitan en cierto modo la adaptación a alternativas al «dinero en metálico». Pero, como ocurre en otras áreas, el problema no es de Internet per se, sino de las aplicaciones que «establezcamos» para determinadas tecnologías.
Es cierto que el Big Data y la mismísima Inteligencia Artificial facilitarán esa monitorización de transacciones económicas (igual que va ocurriendo con nuestros desplazamientos físicos y nuestras acciones en Internet). Pero entra en juego lo que podemos denominar como «ventajas de desafío».
La esencia de la red de redes se basa en la descentralización y, sin esas big businesses en connivencia con el big government, el mundo no se nos acaba. En lo que concierna a la cuestión monetaria, deberíamos de pensar en las criptodivisas, pero no en cualquier tipo de estas.
La esperanza está en aquellas monedas como Bitcoin, Ripple y Litecoin, que se rigen por la distribuida y descentralizada arquitectura del blockchain o cadena de bloques, en la que el valor de la moneda fluctúa por espontaneidad, gracias a nodos dispersos por el globo (no son Estados ni multinacionales).
Por lo tanto, una vez dicho todo lo anterior, seamos conscientes de lo que se avecina, por mucho que lo disimulen, retrasen o maquillen. La esperada expansión del Estado y de su ámbito de intervención también amenazará tanto la libertad de ahorro como, por una razón más, nuestra privacidad.