Secesión catalana: Liechtenstein no es santo de devoción del prusés

El pasado fin de semana, al ver los titulares de la prensa, más de uno ha tenido constancia de que el golpista PDECat había propuesto al Gobierno de España que el llamado «relator» (cesión al nacional-catalanismo) fuera el británico John Hume. Este señor mantuvo, en los años 90, conversaciones secretas con el grupo terrorista nacionalista irlandés conocido como IRA.

El caso es que, quienes en su momento empezaron a hablar sobre la «vía eslovena» y la «cadena báltica» vienen ahora con el cuento de la reunificación de Irlanda. Pero no vamos a entrar en detalles históricos sobre estos casos de política territorial extranjera, cuyos contextos históricos no son, en absoluto, homogéneos.

En sus «desesperadas ansias» por encontrar «apoyos internacionales» que no solo supondrían una injerencia en asuntos internos de España sino respaldos a todo un entramado nacionalista, sostenido por falacias históricas y promovido mediante una aplicación del socialismo de ingeniería social (también bastante subvencionado, sí), siempre eluden una serie de casos concretos.

Los confederados sureños, que reaccionaron contra un proyecto centralista y socialista, nunca han sido ensalzados por quienes suponen una amenaza más para la libertad de los españoles. Lo mismo ocurre con el Principado de Liechtenstein, cuyas disposiciones constitucionales son una rara avis, al reconocer el derecho a la secesióntal y como se expone a continuación (artículo 4.2):

Las comunidades individuales tienen el derecho a secesionarse del Estado. Una decisión para iniciar el procedimiento de secesión debe de ser tomada por la mayoría de ciudadanos residentes allí donde tengan derecho de voto. La secesión tiene que ser regulada por una ley o, como pudiera darse el caso, mediante un tratado. En el último caso, una segunda consulta se convocaría en la comuna, una vez que se hayan completado las negociaciones. 

En cambio, al nacional-catalanismo no le interesa una disposición similar, si bien machacan continuamente con que tienen «derecho a decidir, a la autodeterminación». Simplemente juegan con el lenguaje a la hora de hacer sus reivindicaciones, lo cual no significa, en absoluto, una consonancia con la verdad.

Dijo el economista libertario Ludwig Von Mises, en relación a esta cuestión, que «no es el derecho de autodeterminación de una unidad nacional delimitada, sino más bien el derecho de los habitantes de cualquier territorio a decidir sobre el Estado al cual desean pertenecer». Pero no es simplemente cuestión de hacer paráfrasis suscriptora de esta cita.

El catalanismo es un proyecto que, en base a un concepto falaz de nación y prácticas de secuestro político, busca la creación de un nuevo Estado articulado en lo anterior. De hecho, se caracteriza también por el expansionismo: anexión del antaño Reino de Valencia, el Rosellón y el archipiélago balear (principalmente), en base a la falacia de los Países Catalanes (lo que sí existió fue la Corona de Aragón).

Por ello, así como por otras actitudes no necesariamente discursivas, claro queda que no permitirían que ninguno de los territorios sobre los cuales ejercen cierto dominio se declarasen como unidades político-administrativas independientes de la Generalidad de Cataluña. Es imposible compaginar autodeterminación con expansionismo e ingeniería social.

Apelar al derecho de secesión tal y como es contemplado en la legislación liechtensteiniana implicaría dar vía libre a la desvinculación de las provincias de Barcelona y Tarragona (en base a la llamada región de Tabarnia, frente a Tractoria, compuesta por las provincias de Gerona y Lérida, cuya sociología respalda, en mayor medida, al nacional-catalanismo) y al Valle de Arán.

Pero no solo eso. Cualquier individuo que, por ejemplo, estuviese harto de las políticas intervencionistas (expolio fiscal, imposiciones lingüísticas, presión burocrática, …) o, simplemente, prefiriera estar bajo otra jurisdicción (no tendría que ser necesariamente una anexión a un país como España, sino una incorporación a una «comunidad sin una delimitación territorial»), no tendría obstáculos.

Ahora bien, a pesar de que estas invocaciones a la secesión fueran aplaudidas en la medida en la que sirvieran para desactivar al nacional-catalanismo tanto al enfrentarles a sus propias contradicciones como al desafiarles en cuanto a su expansión territorial de poder político, hay quienes creen que serían utopías que finalmente diluirían la identidad hispana.

Es común -a pesar de erróneo- confundir el Estado con la Nación, la administración política con la comunidad social o la patria. No obstante, la unidad (Hispanidad) en la diversidad también cobra sentido en lo jurídico-político: de hecho, no necesitaríamos ningún Estado, sino una sociedad convencida de sí misma (tradición católica, legado histórico-cultural, …).

De hecho, la Hispanidad no sucede a la creación del Estado por parte del bando isabelino. Es más, todo el territorio que la abarca podría estar plenamente compuesto por comunidades privadas, o de ciudades-Estado, aunque basta con la idea del fuero (una buena garantía), aplicada a todas las escalas, al mismo tiempo que se respeta el principio de subsidiariedad (los cuerpos intermedios hacen contrapeso sobre los Estados).

Aunque no me voy a enrollar con el tema de la foralidad así como tampoco con determinados periodos históricos. Simplemente reafirmarme en que desvincularse de una comunidad política no implica renegar de una identidad colectiva consolidada por espontaneidad, sino negarte a ciertos desmanes (por ejemplo, independizarse de la Generalidad o, incluso, de la «okupada» Moncloa).

Una vez dicho todo esto, espero haber contribuido a corroborar que el desinterés del prusés en recomendar las fórmulas de cierto micro-Estado alpino se debe a sus ansias liberticidas y expansionistas. El nacionalismo es un colectivismo, una ideología que coacciona a los individuos, sus familias y las sociedades; y el catalanismo no busca sino articular su propio ente problemático, bajo falacias.

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