Con la “inestimable” ayuda de la izquierda radical, social-comunista, marxista y bolchevique cada vez que es necesario, las diversas fuerzas nacionalistas periféricas tratan de aprovechar cuantos medios sean necesarios para cercenar la libertad de los hispanohablantes.
Da igual que hablemos de Cataluña y las Vascongadas, de víctimas de expansionismos de “euskaldunización” (Navarra) o “pancatalanización” (Comunidad Valenciana e Islas Baleares) o de masas “asturtzale-bablistas”. El hispanohablante se siente desamparado por culpa de la clase política, aunque arropado gracias a los esfuerzos de la sociedad civil.
No hay libertad curricular así como tampoco posibilidad de elegir la lengua vehicular que se desee, no pareciendo más eficaces algunas de las “soluciones” puestas sobre la mesa (me refiero al llamado “trilingüismo” o “plurilingüismo”). Ahora bien, algunos tratan de anular este argumentario especulando sobre la caída en contradicciones.
Descaradamente, nos recriminan el no denunciar una supuesta imposición del español en esas zonas donde no hay ningún gobierno que aplique políticas nacionalistas (pongamos como ejemplo centros educativos de la histórica región de Castilla, de Andalucía o de Extremadura) cuando no consta ningún ápice de discriminación hacia el que no habla nuestra lengua.
Pero, no conformes con ello, algunos cuestionan si estaríamos de acuerdo con que se ofertara cualquiera de las lenguas del mundo, no necesariamente de tipo indoeuropeo (por poner ejemplos, el árabe, el chino, el somalí y el sumerio). Entienden la libertad como algo que nada tiene que ver con la ausencia de coacción, a diferencia de la perspectiva hayekiana.
Una vez dicho esto, hay cabe destacar que, según la Real Academia Española, por idioma se entiende la “lengua de un pueblo o nación, o común a varios” (recordemos que la nación es algo diferente al Estado) mientras que por lengua entendemos “el vocabulario y gramática propios y característicos de una época, de un escritor o de un grupo social”.
Ahora bien, la esencia de la lengua no consiste en un mero artificio político para idear ciertos patrones sociológicos, sino como una herramienta de comunicación entre individuos que puede tener bien variedades dialectales o evolucionar a lo largo del tiempo, empleada según la debida necesidad de interactuar socialmente.
Obviamente, puede definir tanto una identidad regional como de nación, ya que puede ser algo que tenga en común un grupo social con un mismo origen y tradición, habitualmente ligados a ciertos territorios. Eso sí, la consolidación no se basa en artificios políticos como la nación catalana o la “plurinacionalidad española”, sino en transcursos no planificados.
Por naturaleza, una sociedad progresa y evoluciona sin coacciones de un orden superior ni programaciones de clase alguna, sino en base al fenómeno del “orden espontáneo”, en el que una serie de procesos sociales, sin estar coordinados sino bajo reglas universales y abstractas de mutua coordinación, cuentan con la participación de los individuos.
El adaptarse a la sociedad de otro territorio (por ejemplo, la de un español a la noruega o la de un chino a la portuguesa) no le impide taxativamente utilizar su lengua materna. Básicamente se trata de la obvia necesidad de poder interactuar mejor con la sociedad que le da acogida (esta no tiene por qué “sacrificar” todo aquello que le define).
Lo mismo ocurre con los cambios en el ranking de lenguas más habladas o en los niveles de importancia de las mismas. El interés por el alemán creció en Europa durante la pasada crisis ya que se veía en el país teutón una fuente de oportunidades laborales (con el chino, la cuestión se atribuye al peso del país como potencia mundial). No ha habido dictamen globalista alguno.
Por lo tanto, si la cuestión lingüística guarda mayor relación con lo que se considera como un complejo de respuesta al orden espontáneo natural del que participan las sociedades y, del que las tradiciones y ciertas instituciones son dependientes, incorporando además la ley de “oferta-demanda”, ¿no habría que plantearse la existencia del estatus de cooficialidad lingüística?
Si bien es cierto que la oficialidad suele tener la buena intención de demarcar legalmente cuál es la lengua que identifica a una nación residente en cierto territorio, esta puede ser utilizada para “justificar” imposiciones lingüísticas. A modo de ilustración, el caso del bable, una lengua que prácticamente nadie habla en Asturias.
No es nada utópico que el idioma de un país se reconozca tan solo de facto. Un ejemplo de ello son los Estados Unidos de América, donde ningún idioma cuenta con reconocimiento de iure alguno a nivel federal (ni angloparlantes ni hispanoparlantes necesitan de normativa legal alguna para beneficiar a sus respectivas lenguas).
En conclusión, si somos conscientes de que no hay nada mejor que retirar competencias a los socialistas de ingeniería social (entre los que figuran los nacionalistas) para evitar que puedan atropellar las libertades civiles de individuos y familias (en este caso, respecto a lo lingüístico).